La pandemia mundial acaecida por el virus
COVID-19 tiró al suelo la temporada de premios. Todos los grandes circuitos,
festivales de cine y jornadas de proyección dieron paso a sistemas de
streaming, ceremonias virtuales y discursos vía Zoom desde dormitorios o salas
de estar. La única organización que parcialmente se negó a eso fue la Academia,
y estratégicamente decidió postergar la ceremonia 93 de entrega de los Oscar
por dos meses de su fecha original. Llámenlo resistencia o tozudez, pero de que
funcionó, realmente funcionó.
Si bien la ceremonia fue anticipada por
una cantidad importante de cambios previos a las modificaciones relacionadas
con la pandemia, llevar a cabo un evento “normal” fue un desafío mayor. Steven
Soderbergh, Stacey Sher y Jesse Collins, productores de la ceremonia, no se
limitaron al momento de tomar decisiones. Mascarillas, sanitizaciones, hasta 3
PCRs por cada asistente y cambiar el lugar del evento fueron algunas de ellas.
Cambiar la locación principal del Dolby Theater a la Union Station de la ciudad
de Los Angeles, elegida por el espacio que permitía cumplir con el aforo
solicitado por norma sanitaria, fue crucial. Además, los productores se negaron
a incluir discursos a través Zoom, pero sí enviaron equipos para transmisión
vía satélite y habilitaron puntos de encuentro en diferentes partes del mundo
como Londres, Berlín, Roma, París, Sydney, Dublín, Seúl, entre otros,
permitiendo que los nominados que no viajaron a L.A. pudieran ser parte de la
ceremonia y, en varios casos, poder recibir su premio como corresponde. Sólo 19
presentadores (bajísimo en comparación a los 42 de la ceremonia anterior) y los
nominados con sus acompañantes fueron las únicas personas que acudieron al
llamado de la Academia. Pero seamos sinceros: con todos esos cambios, ¿pudo
cumplir la ceremonia?
Dar una respuesta exacta es difícil. Es
claro que dista años luz de lo que es una ceremonia estándar de los Oscar, y de
hecho se caracterizó por momentos bastante desconcertantes. Como ejemplo: Las
canciones nominadas fueron interpretadas y grabadas con anterioridad, y
exhibidas durante el pre-show, algo bastante extraño pero entendible, incluso
en un año que la categoría de Mejor Canción Original fue bastante deplorable—a
modo personal, 4 canciones de créditos que te hacían dormir más que emocionar y
1 canción de trama en una película con pocas posibilidades hicieron que
perdiera la esperanza en la categoría y es un llamado a retomar el atractivo y
significancia de estas en un film. Pero más me llamó la atención la decisión de
mover ciertas categorías dentro de la programación: Mejor Dirección fue el
quinto galardón entregado cuando usualmente es uno de los últimos, y Mejor
Película vino antes de Mejor Actriz y Mejor Actor. Esta última categoría, tal
vez me equivoque, pudo ser movida al final con la intención de homenajear al
fallecido Chadwick Boseman si es que ganaba (algo adicional a que apareciera en
ese In Memoriam lleno de muchos rostros connotados y en velocidad x2). Sin embargo,
los votantes dijeron otra cosa y fue Sir Anthony Hopkins quien ganó ese
merecido Oscar por su papel en The Father (o era Sir Anthony o el espectacular Riz Ahmed),
llevando a un término repentino de la ceremonia y que dejó muchas dudas por lo
que pasó.
A pesar de esos y otros tantos momentos extraños que nos dejó la ceremonia, no había mucho más que
alcanzar. Seamos sensatos: sólo eso era lo que se podía hacer. Presentar una
suerte de austeridad, acudir a los aspectos más personales de los miembros de
la industria (presentar a los nominados con alguna anécdota de sus vidas, por
ejemplo) y no limitar el tiempo para los discursos (Thomas Vinterberg contó todo lo que quiso, pero valió la pena) fue un intento leve pero
valorable de acercar la ceremonia a la realidad que vive la humanidad en estos
tiempos difíciles, y tal vez entregar un pequeño halo de futura felicidad pensando
en que muy pronto podremos volver a nuestra nueva realidad. Junto con una amplia pero sutil inmersión hacia la tan anhelada diversidad de género, edad y raza (Chloé Zhao es la máxima expresión de ello). Eso tal vez fue lo
que hizo que la ceremonia estuviera lejos de perfecta, pero la intención la
convirtió en un evento especial para muchos, y de forma particular para los
chilenos.
Y si, obviamente esta ceremonia era muy
especial para nosotros como chilenos. El
Agente Topo, dirigida por Maite Alberdi, estaba nominada a Mejor
Documental, y su octogenario protagonista, don Sergio Chamy, pudo viajar a Los
Angeles (su primera vez en avión) y estar en la ceremonia. De alguna forma,
todos acompañamos al equipo en su cruzada en Los Ángeles, y teníamos una
distante esperanza de que trajeran el premio a casa. Lamentablemente no fue
así, y el documental My Octopus Teacher
ganó la categoría. Pero a pesar de no ganar, queda una satisfacción que
reconforta de muchas maneras. Primero, el enfoque mediático en el viaje de don
Sergio, quien no había salido jamás de Chile y mucho menos viajado
en avión, nos llevó a conectar con el mensaje que tiene la película en sí: la
vejez no puede ser una etapa de sufrimiento y abandono, y es algo que no
podemos olvidar. Si hay un don Sergio que tuvo la suerte de estar en la
ceremonia en la meca del cine mundial, también hay una Bertita que buscaba el
cariño de los seres humanos, que buscaba la felicidad en sus poemas y que
finalmente mueren solos y abandonados afectivamente. Si hay algo que aprender
de lo que vivió don Sergio, es que debemos buscar que todos nuestros adultos
mayores lleguen a vivir algo similar, un cariño similar, no de la misma forma,
pero que en el fondo sea igual de potente.
Por otro lado, nuestro agente y las
realizadoras cumplieron una misión más profunda de lo que se cree. Si bien no
ganaron, estuvieron ahí, en un momento en que me alegra decir que la presencia
de cineastas de Chile ya no es una simple casualidad del destino. Quedamos
atónitos cuando No obtuvo la
nominación en 2013. Celebramos los triunfos de Historia de un Oso y Una
Mujer Fantástica, y hoy debemos celebrar a El Agente Topo por marcar presencia, por convertir al cine chileno
en un recurrente de los circuitos de premios, por darnos la seguridad que los
Premios Oscar pueden llegar a esta larga y pisoteada franja de tierra. Don
Sergio, Maite y Marcela no fueron como invitados especiales, fueron como parte
de una comunidad cinematográfica que lentamente se abre a más países. Los
Premios Oscar ya no son un anhelo inalcanzable, son una parte de la historia
del cine chileno, y Agente Topo lo
reforzó flamantemente este domingo.
Es así como después de dos meses extra de espera al tiempo habitual, ayer volvimos a revivir ese momento en que un grupo de cineastas y sus trabajos pueden alcanzar la cúspide de sus carreras, un alto punto de partida, o una despedida con laureles. Muchos tratan de negar la importancia de los Oscars, pero es increíble que entre más la niegan, más pendientes están de ellos—93 años de historia avalan su vigencia que, aunque tambalea fuertemente cada cierto tiempo, se aferra firmemente al aprecio por el séptimo arte. Es innegable que la ceremonia de ayer no es la que queríamos, pero si fue la que necesitábamos. No se trató sólo de olvidar las fallas técnicas, las pesadillas de Zoom y los espacios reducidos, se trató de demostrar que más tarde que temprano, algo cercano a nuestra cotidianeidad podrá volver. Bryan Cranston mencionó con seguridad que el próximo año volverían al Teatro Dolby. Frances McDormand dijo que volveríamos a los cines. Ambas declaraciones cargadas de esperanza que, tal como nosotros con nuestro Agente Topo, sólo responderá a retomar una distante realidad que ayer se vio más cercana que nunca, como uno de esos sueños que las películas nos muestran y seguirán mostrando año tras año.
















