domingo, 2 de agosto de 2020

Chile, País de Kiltros (aunque les duela)

Vivir en una nación que está incrustada casi en el fin del mundo hace que muchas veces nos sintamos ajenos a que ciertas situaciones puedan ocurrir: guerras, catástrofes, comportamientos humanos reprochables e impensados. Pero aquí estamos, lidiando con una pandemia desagradable que una vez más ha sacado a flote las verdaderas facetas de los que nos rodean. No hablo del COVID-19, hablo del racismo. 

Por si desconocen la situación, durante la semana, comuneros del pueblo mapuche se habían tomado instalaciones de los municipios de algunas comunas de La Araucanía, a modo de protesta por el rechazo de la corte al recurso de amparo puesto por la defensa del machi Celestino Córdova, único imputado por el turbio caso Luchsinger-McKay, y quien se encuentra en un crítico estado de salud. La noche de este sábado y madrugada de este domingo, los comuneros debieron enfrentar violencia por parte de fuerzas armadas y civiles en dichas comunas, terminando en una de las jornadas más críticas vividas en los últimos meses. Ya circulan por la Internet las fotografías que evidencian el brutal modus operandi que poseen las fuerzas de “seguridad pública,” esta vez apañados por civiles. Pero a pesar de las crudas imágenes de las personas golpeadas, ensangrentadas y violentadas, hay un registro audiovisual que me ha dado vueltas: un grupo de civiles en Curacautín saltando y gritando “el que no salta es mapuche.”

Al principio, la frase y la acción me fue irónicamente risible, sabiendo que: primero, la gente que hacía eso viven en una ciudad con un nombre MAPUCHE (kura kawtin: piedra donde reunirse); segundo, ninguno lucía como el típico racista de supremacía blanca, eran sólo chilenos promedio. Pero al pensarlo más detenidamente, espanta el pensar que ese racismo desatado existe y se manifiesta a libre destajo, más encima avalado por quienes deben hacer cumplir la ley (se supone que aún rige el toque de queda por cuarentena). Lamentablemente, ese racismo existe porque el contexto lo permite, y la ignorancia lo fortalece.

En primera instancia, ser racista en Chile es una contradicción hacia la propia biología y genética. La colonización del Nuevo Mundo trajo masas de europeos a los territorios que hoy son lo que conocemos como Chile. De ellos se han heredado elementos como la religión católica, el diseño de las ciudades y un porcentaje del idioma que hoy hablamos. Durante el siglo XIX, oleadas provenientes de otras naciones como Alemania e Italia llegaron a territorio nacional a establecerse pagados por el gobierno de Chile. Como reacción natural, ocurrió la interacción con personas de los pueblos originarios, ocurrió el mestizaje y nos lleva a lo que somos hoy: un país de mestizos. Mayor sustento a esto proviene de estudios genéticos que han descubierto que prácticamente todos los habitantes poseen un porcentaje de sangre amerindia en su línea genética. Científicos de la Universidad de Chile realizaron estudios en 2017 que vinculaba las proporciones genéticas a la susceptibilidad a determinadas enfermedades. Dicha investigación arrojó que en promedio, el porcentaje de sangre amerindia varía entre el 40% y el 60% en cada persona. Katherine Marcelain, oncóloga de la UCH que participó de la investigación, resalta el que los chilenos son una “mezcla” y ejemplifica con el vínculo al pueblo mapuche: “aunque la gran mayoría no tenemos apellidos mapuches, eso no significa que no tengamos un porcentaje de ancestría mapuche.” Un año antes, la UCH en conjunto a la Universidad de Tarapacá realizó un estudio que reveló que en promedio, los genes chilenos se componen 53% europeo, 44,3% indígena y 2,7% africano (sí, africano). Entonces, a menos que ambos progenitores sean de ascendencia exclusivamente europea con nula interacción en el territorio nacional, lamento confirmar que tienen un porcentaje de sangre indígena en sus genes, son mestizos como casi todo Chile y, por lo tanto, su racismo es infundado, cínico y desagradable (como lo son todas las discriminaciones, en realidad). 

Por otro lado, es difícil erradicar el racismo hacia los coterráneos cuando los lineamentos de la nación no entregan un sustento para poder realizar detener dicha discriminación. Siempre se critica que muchas de las políticas chilenas vigentes se basan (o se copian) desde modelos extranjeros y que causan más mellas que mejoras en el largo plazo. Pero es evidente que eso se hace sólo a la conveniencia de quienes deben tomar las decisiones. En materia de pueblos originarios oprimidos por colonizadores podemos tomar tres ejemplos: Canadá, Nueva Zelanda y Australia. Los tres países reconocen constitucionalmente a sus pueblos originarios como primeros habitantes de los territorios de cada país. De hecho, Canadá usa el término “primeras naciones” para referirse a las comunidades indígenas. Por otro lado, Nueva Zelanda otorga derechos de autodeterminación a través del tratado de Waitangi, lo que permite, por ejemplo, al pueblo maorí tomar determinaciones respecto a sus terrenos ancestrales. Una situación muy similar se vive en Australia, donde además se realizó una acción pionera: en 2008, el entonces primer ministro Kevin Rudd, en representación de los gobiernos australianos, pidió disculpas a los pueblos originarios por los daños históricos causados, enfocándose en aquellos quienes fueron removidos de sus orígenes con el propósito de “occidentalizarlos,” conocidos allá como Stolen Generations (generaciones robadas). Estas acciones han llevado a lo que es encaminarse hacia la “autodeterminación” de las primeras naciones. 

¿Y qué ha hecho el estado de Chile por otorgar la autodeterminación a nuestros pueblos originarios? Existen tres acciones de mayor relevancia que vinieron desde los gobiernos, y ninguna entrega lo que se debe buscar. La primera es la fundación de la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (CONADI) en 1993, una institución dependiente del Ministerio de Desarrollo Social, que busca la ejecución y promoción de los planes de desarrollo de personas pertenecientes a los pueblos originarios. Esta institución funciona como un incentivo económico y de difusión de producción, por lo que la identidad de los pueblos se convierte en una simple marca publicitaria. En segundo lugar, está la creación del Día Nacional de los Pueblos Indígenas, festividad que se realiza el 24 de junio, usando la fecha en que coincide con la mayoría de los pueblos consideran el inicio de un nuevo ciclo. Dicha “festividad” con suerte viene en los calendarios escolares como una opción a celebrarse (en Nueva Zelanda, una festividad similar es feriado legal). Finalmente, en 2001 se crea la Comisión Verdad Histórica y Nuevo Trato con los Pueblos Indígenas, organismo que desde su creación hasta el 2003 asesoraron al ejecutivo en cómo los pueblos originarios visualizan los hechos históricos, de manera que pudiera resultar en crear políticas de estado que se vinculen directamente a sus situaciones particulares. En 2003 entregaron el informe correspondiente a cerca de 3 años de recopilación… y eso fue todo. No se puede decir que las acciones han sido nulas, pero claramente son insuficientes y no buscan el reconocimiento ni la autodeterminación de los pueblos indígenas. Mientras las acciones no reflejen ni busquen una real intención de otorgar los derechos innatos a las naciones originarias, son inútiles y sólo estancan los avances.

En 2018, la Universidad de Talca realizó un estudio sobre los prejuicios hacia la pertenencia a pueblos originarios en Chile, en el que se destaca la clara aversión hacia el más mínimo vínculo al pueblo mapuche. Curiosamente, en el mismo estudio, 42,1% de los encuestados señalaron que el cabello rubio es más distinguido que el cabello oscuro. ¿Está la gente de Chile consciente de lo que somos por naturaleza e historia? Esa afirmación, además de ser una notoria contradicción genética ante las expectativas de raza, refleja claramente lo que, en resumen, trata este escrito: en Chile se desconoce lo propio, se rechaza la historia y se deja que esta sea reprimida por querer sentirse parte de algo que está distante a ser. Causa más orgullo tener los ojos claros que tener un apellido mapuche, y eso es el racismo que ha crecido a lo largo de la historia en nuestro país.

No debiese ser difícil comprender que Chile no es un país blanco, caucásico, ario: es un país mestizo, de orígenes mezclados y con bases ligadas a pueblos indígenas. A esos pueblos se les debe el respeto por lo que han aportado a nuestra cultura, por ser los primeros habitantes de nuestro país y por aguantar abusos y desconocidas de los propios chilenos. Es contradictorio ser chileno y racista cuando, en un orden de mayor amplitud, en esos países a los que algunos se vinculan tan fuertemente como España, Italia o Alemania, somos una minoría: los latinos, los ladrones, los que roban trabajo, lo que echan a perder el país (¿les suena conocido ese discurso?). Se busca la paz, pero esta no se logrará mientras los pueblos indígenas no consigan su autodeterminación, y eso no ocurrirá mientras se les vea como enemigos, como inferiores, como un aspecto que supuestamente ultraja nuestra chilenidad. El racismo hacia los mapuches existe y no puede quedarse. Y para aquellos que saltaban y gritaban “el que no salta es mapuche” y los que justifican su forma de actuar: debieron quedarse bien quietos y callados porque no hay nada más ridículo e inconsecuente que creerse cachorro de raza, cuando en realidad eres, al igual que casi todos, un quiltro.

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